Nuestro
ordenamiento jurídico castiga con penas de prisión y multa el delito de defraudación
tributario, configurando el ilícito penal la defraudación, por acción u
omisión (la posibilidad de consumar el delito por omisión se introdujo
tras la reforma del Código Penal de 1995) a la Hacienda Pública,
eludiendo el pago de tributos, cantidades retenidas o que se hubieran debido
retener o ingresos a cuenta, obteniendo indebidamente devoluciones o
disfrutando beneficios fiscales de la misma forma.
Sin
embargo, para dotar de relevancia penal al impago deben concurrir una serie de
requisitos, como son el quebrantamiento de un deber, en este caso un deber
fiscal de declarar ingresos (motivo por el que el tipo penal debe ir acompañado
siempre por la normativa fiscal vigente al respecto), y junto al anterior debe
converger un elemento intencional, como lo es el deseo consciente de no tributar.
Este
deber fiscal, cuyo incumplimiento puede acarrear hasta seis años de privación
de libertad, encuentra alcance constitucional en el artículo 31 de nuestra
Carta Magna: "Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de
acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo
inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso,
tendrá alcance confiscatorio".
Así,
no toda elusión del pago de tributos es constitutiva de delito, pues únicamente
lo será aquella en la que medie defraudación en sentido estricto, elemento que
requiere la existencia de engaño, simulación, falsedad u ocultación. De no
apreciarse esa intencionalidad defraudatoria nos encontraremos ante un mero
ilícito administrativo.
Es
más, parte de la doctrina jurisprudencial se decanta por no admitir la
existencia de ese ánimo de defraudar cuando la finalidad que persigue el
obligado al pago es la de aminorar su tributación, o incluso evitarla,
utilizando para ello medios jurídicos más favorables que no le serían de
aplicación y a cuyo beneficio no le estaría permitido acogerse, reputándose tal
actuación de fraude de ley fiscal, sin trascendencia penal, y acarreando
únicamente un recálculo tributario motivado por la aplicación de la efectiva norma
que debió acatarse inicialmente. Con tal "rodeo" el contribuyente
pretende menguar su carga fiscal, aprovechándose de lo dispuesto en la
propia normativa tributaria, pero de una manera indebida.
A
los anteriores, debemos añadir el elemento cuantitativo del delito, pues el Código
Penal ha fijado el umbral de perjuicio patrimonial causado al Fisco
en 120.000 euros, por tanto, únicamente las defraudaciones que se sitúen por
encima de esa cifra serán consideradas delito, mientras que cuando nos
encontremos con una cantidad inferior estaremos ante una infracción
administrativa tributaria. Para saber en qué jurisdicción tendremos que
pugnar, individualizaremos la cuantía defraudada por cada periodo impositivo,
no pudiendo acumularse defraudaciones de varias declaraciones para alcanzar los
preceptivos 120.000 euros.